Los caminos del amor son inescrutables. Y los de la amistad también. Y esto es más o menos lo que viene a contarnos Dagur Kári con la historia de Fúsi, un tipo de alma pura y sin dobleces, sencilla y sin mácula; no un hombre niño porque los niños pueden ser muy crueles y Fúsi es a menudo víctima de la crueldad ajena. Sin embargo le cuesta guardar rencor, y por el contrario tiene un espíritu de servicio que está por encima de todas las humillaciones y desprecios por los que los otros le hacen pasar.
Fúsi llega a conocer el amor pasados los 40 en la persona de una compañera de un curso de baile con serios problemas mentales. Una tarada de manual, vamos. Pero que encuentra en él al único ser capaz de sacrificarse por ella hasta límites difíciles de imaginar en otra persona. Y la amistad le llega de la mano de una vecinita solitaria que se siente fascinada por la personalidad del gigante del piso de arriba. Esa amistad le traerá a Fúsi muchos problemas porque la mente sucia y enferma de los demás ve mierda y porquería donde él solo ve una sencilla relación amistosa. Y tampoco se puede culpar a la gente, estamos tan poco habituados a una inocencia tan limpia y transparente como la de Fúsi que es difícil de creer.
Lo más divertido son los juegos de estrategias bélicas de Fúsi con su mejor amigo. Y las confidencias que tienen lugar durante los juegos. Cuando Fúsi le cuenta a su amigo que ha pillado a su madre follando con el novio. Pobrecillo, qué impresión, jajajaja. O el diálogo en el que el amigo le dice que las citas y el cortejo son realmente agotadores porque hay que estar todo el tiempo superándose a uno mismo y temeroso de no dar la talla.
Al final un generoso acto de amor, un rayo de esperanza, un avión que despega y una sonrisa. La misma que le queda al espectador después de haber pasado un buen rato en la compañía de esa alma noble y tierna escondida entre los kilos de tejido adiposo que recubren el inmenso cuerpo del actor protagonista, Gunnar Jónsson.
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