Siempre he dicho que lo de planear viajes románticos después de los cinco primeros años de relación es un error terrible que en ocasiones puede llegar a ser hasta trágico. Sí, hombre, eso que se ha dado en llamar “reavivar la llama del amor”, “vivir una segunda luna de miel” o “resucitar la pasión”, que no se sabe cuál de los tres términos es más patético.
Vamos, a ver, alma de cántaro, qué pasión y qué llama del amor quieres recuperar cuando, por ley de vida, eso está ya más que muerto y enterrado? Y encima algunos quieren volver a sentir lo mismo pero después de 20 o 30 años, que es el caso de los protagonistas de esta historia. Y se van nada más y nada menos que a París, como si París pudiera hacer milagros con los amores difuntos.
Roger Michell dirige una historia de éstas, de intento de revivir la pasión, pero con una inquietante particularidad. En esta pareja hay un miembro, él, que inexplicablemente sigue locamente enamorado de su mujer, mientras que es ella la que con el tiempo ha llegado a desarrollar hacia él un hastío insoportable que la lleva a maltratarlo, humillarlo y zaherirlo constantemente.
Jim Broadbent interpreta magníficamente a ese hombre al borde de la jubilación que está dispuesto a someterse a todos los deseos de su mujer, por excéntricos, caprichosos e insensatos que sean, con tal de no perderla. Resulta conmovedor y a la vez incomprensible ver a ese viejo adorar incondicionalmente a una mujer que le responde a ratos con un despotismo y una frialdad llenos de crueldad y a ratos con una ternura inexplicable, que no se sabe de dónde le sale.
Y es ahí donde creo yo que falla estrepitosamente esta película, en el personaje de ella, que interpreta con todas las tablas de que es capaz Lindsay Duncan. El problema es que su rol no está en absoluto definido, salvo desde la esquizofrenia o la bipolaridad. Por qué esta mujer lo mismo le dice en mitad de una cena a su marido que lo quiere dejar que a los dos minutos le plantea cambiar los azulejos del baño. Por qué juega a excitarlo sexualmente para luego rechazarlo sin piedad. En fin, está claro que se trata de una relación de dominio y sumisión en la que ella es la que lleva la voz cantante pero en ningún momento llegas a saber realmente cuáles son los verdaderos sentimientos de ella. Si lo quiere, si lo odia, si le aburre, si no lo soporta, si lo aguanta estoicamente, si no puede vivir sin él…
Y luego hay situaciones verdaderamente kafkianas, como el discurso del marido en la cena. O el súbito "simpa" en la marisquería. O la charla confidencial fumando canutos con el hijo adolescente de su colega. O la proposición indecente del tío más interesante de la fiesta, que entre todas las damas presentes elige a nuestra sesentona para tener un rollete. Que sí, que la mujer es elegante y guapa y está de buen ver, pero que no es Carmen Lomana, joder, que los sesenta años se le notan a la legua.
En fin, que lo que pudo haber sido una gran historia, entre situaciones rocambolescas y personajes poco definidos, se queda en mera intentona. Sí, cargada de buenas intenciones, pero… que no, que no cuela.
Vamos, a ver, alma de cántaro, qué pasión y qué llama del amor quieres recuperar cuando, por ley de vida, eso está ya más que muerto y enterrado? Y encima algunos quieren volver a sentir lo mismo pero después de 20 o 30 años, que es el caso de los protagonistas de esta historia. Y se van nada más y nada menos que a París, como si París pudiera hacer milagros con los amores difuntos.
Roger Michell dirige una historia de éstas, de intento de revivir la pasión, pero con una inquietante particularidad. En esta pareja hay un miembro, él, que inexplicablemente sigue locamente enamorado de su mujer, mientras que es ella la que con el tiempo ha llegado a desarrollar hacia él un hastío insoportable que la lleva a maltratarlo, humillarlo y zaherirlo constantemente.
Jim Broadbent interpreta magníficamente a ese hombre al borde de la jubilación que está dispuesto a someterse a todos los deseos de su mujer, por excéntricos, caprichosos e insensatos que sean, con tal de no perderla. Resulta conmovedor y a la vez incomprensible ver a ese viejo adorar incondicionalmente a una mujer que le responde a ratos con un despotismo y una frialdad llenos de crueldad y a ratos con una ternura inexplicable, que no se sabe de dónde le sale.
Y es ahí donde creo yo que falla estrepitosamente esta película, en el personaje de ella, que interpreta con todas las tablas de que es capaz Lindsay Duncan. El problema es que su rol no está en absoluto definido, salvo desde la esquizofrenia o la bipolaridad. Por qué esta mujer lo mismo le dice en mitad de una cena a su marido que lo quiere dejar que a los dos minutos le plantea cambiar los azulejos del baño. Por qué juega a excitarlo sexualmente para luego rechazarlo sin piedad. En fin, está claro que se trata de una relación de dominio y sumisión en la que ella es la que lleva la voz cantante pero en ningún momento llegas a saber realmente cuáles son los verdaderos sentimientos de ella. Si lo quiere, si lo odia, si le aburre, si no lo soporta, si lo aguanta estoicamente, si no puede vivir sin él…
Y luego hay situaciones verdaderamente kafkianas, como el discurso del marido en la cena. O el súbito "simpa" en la marisquería. O la charla confidencial fumando canutos con el hijo adolescente de su colega. O la proposición indecente del tío más interesante de la fiesta, que entre todas las damas presentes elige a nuestra sesentona para tener un rollete. Que sí, que la mujer es elegante y guapa y está de buen ver, pero que no es Carmen Lomana, joder, que los sesenta años se le notan a la legua.
En fin, que lo que pudo haber sido una gran historia, entre situaciones rocambolescas y personajes poco definidos, se queda en mera intentona. Sí, cargada de buenas intenciones, pero… que no, que no cuela.
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