No sabe una en estas ocasiones si sentirse defraudada o aliviada. Te pones a ver una película que ha tenido un montón de premios Goya, vamos, casi todos, y a ti te parece un truño o un semitruño en el mejor de los casos.
En principio es para sentirse defraudada porque con tanto premio se supone que te esperas otra cosa, pero la verdad es que he sentido un poco de alivio al comprobar que una vez más difiero al cien por cien de los académicos españoles que eligen estos premios. Es ya como una tradición: vamos a ver la peli triunfadora de los Goya para reafirmarme en la idea de que esta gente va por un lado y mis gustos van por otro que está en las antípodas. Conste que con los Oscar me pasa tres cuartas de lo mismo.
Pues no, no soy yo mujer de gustos académicos, a la vista de mi disensión total de las decisiones de estos señores. Esta vez al menos no le han dado todos los Goyas a una peli sobre la guerra civil o sobre la posguerra, algo hemos avanzado. Ya vamos por los 70 y esto tiene un puntito más tipo “Cuéntame”.
La cosa va de un señor que es profesor de inglés y quiere conocer a John Lennon. Para ello se embarca en un viaje al sur de la Península para pillar a su ídolo en pleno rodaje en el desierto almeriense y comentarle que sus alumnos aprenden inglés con las letras de las canciones de Los Beatles. Este viaje lo lleva a cabo en un SEAT 850 de la época, color verde lechuga, muy setentero y muy guay, y por el camino va recogiendo a todo bicho viviente que se encuentra haciendo dedo.
Primero se le monta una chica embarazada que se ha escapado de una especie de centro de acogida de preñadas adolescentes y luego recoge al hijo de un policía nacional, que se ha escapado de casa (el hijo) porque su padre quiere obligarlo a cortarse el pelo. Y el profe, que es un plasta de cuidado, les va dando a estos dos una chapa de aquí te espero durante todo el camino, que es directamente para suicidarse o para asesinar al tío y robarle el coche. Un auténtico pestiño con una turboverborrea inasequible al desaliento que simplemente habla y habla sin parar sobre lo divino y sobre lo humano sin importarle un pimiento si sus interlocutores lo escuchan o no.
Por lo visto el señor este tan "entrañable" es totalmente real, de hecho estuvo al lado de David Trueba sentado durante toda la velada de los Goya, ya el hombre bastante cascadito, supongo que rememorando con nostalgia aquel viaje setentero que para él sería lo más de lo más de su vida pero que para mí no deja de ser una batallita superpesada y atrozmente aburrida.
Trueba da un repaso a la España de la época con todos los topicazos de rigor: la incultura, el analfabetismo, la brutalidad de las gentes del Sur, la miseria, los niños mendigos, la suciedad… en fin, lo que ya sabemos pero revestido de un aura de nostalgia, que hay que ver con lo cutre que era todo en aquellos tiempos lo amable que era la gente, lo fácil que era hacer amigos, y enamorarse, y crear afectos de ésos que nunca se olvidan. Qué tiempos aquéllos.
La verdad es que si no llega a ser por mi admirado Javier Cámara, que una vez más consigue mantenerme con su presencia pegada al sofá, creo que no habría podido soportar hasta el final. La muchacha y el niño coprotagonistas me parecieron de un soso y de un pasteloso sin igual y la historia entre ellos tan poco creíble y tan insustancial como ellos mismos. Pero bueno, ahí está Javier para compensar un poco y hacer estos trances algo más llevaderos.
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