Creo que Woody Allen es el único director que conozco que sabe plantear complicados conflictos filosóficos y morales sin resultar un plasta y un pelmazo. Más bien al revés, es un tío que hace pensar, y mucho, pero que a la vez divierte como el que más.
En esta ocasión trata dos temas simultáneos: el de la conciencia humana y el sentimiento de culpa consiguiente, y el de la justicia natural. Y lo hace mezclando magistralmente ese punto cómico suyo tan personal con ese otro sentimiento trágico que también es inherente a su filosofía vital. Este tío es la hostia; se pasa la vida atormentándose con todo tipo de planteamientos éticos de dudosa resolución pero se lo pasa pipa el cabrón mientras lo hace, y además nos invita a los demás a chotearnos de la vida con él.
La película en el fondo es terriblemente pesimista. La conclusión es que, salvo que creas a pies juntillas en ese dios justo y vengador en el que creen las personas religiosas, lo cual es francamente difícil a poco que uses la cabeza, el único castigo real que sabemos que existe para los delitos y las faltas que no son descubiertos, es la conciencia del individuo. Y es la puritita verdad: si matas a alguien y lo haces lo suficientemente bien como para que no te pillen, lo único que te puede joder la vida es tu sentimiento de culpa. Pero si consigues superarlo y aguantar la presión sin delatarte es muy posible que salgas victorioso y además los problemas que te llevaron al asesinato se habrán resuelto y tú serás mucho más feliz.
Y esto es así, nos guste o no. La justicia natural no existe. Los malvados pueden irse de este mundo tan ricamente sin haber pagado por sus culpas y morir tranquilamente de viejos en sus camas calentitas rodeados de sus familias. Y las personas buenas pueden tener vidas terribles y padecer todo tipo de penalidades y desgracias sin que ningún mecanismo compensatorio les premie por su bondad. Y esta es la base de todas las religiones, hacer creer a sus adeptos que aunque en este mundo no exista esa justicia sí la habrá en otro mundo mucho más feliz. Y claro, como consuela bastante la gente se apunta. Pero si te resistes a creer en gilipolleces de esas tienes que concluir en que la vida es una puta mierda, que es básicamente lo que piensa Allen. Eso sí, el tío sabe descojonarse bien de esa mierda.
Impagables las reflexiones finales sobre la impunidad de Martin Landau, por cierto magnífico en su papel de hombre atormentado por la culpa. Ese diálogo magistral entre su personaje y el de Allen debería figurar en todas las antologías del cine, y también en todos los libros de Filosofía.
Fantástica también Anjelica Huston con ese personaje de amante incordio que hay que eliminar y que más tarde retomaría Scarlett Johansson en Match Point con idéntica lucidez. Lo peor, como siempre, Mia Farrow en el monopapel de chica tontorrona, pavisosa, frágil e incomprensiblemente exitosa con el que su entonces marido la inmortalizó en muchas de sus películas. No lo puedo evitar, le tengo una manía que me supera. Salvo en "La rosa púrpura del Cairo", donde el personaje viene dado e incluso obligado por la historia, en las demás la mataría.
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