lunes, 21 de mayo de 2012

Conversaciones con mi jardinero, by Jean Becker


La idea es buena. Un pintor de renombre, cansado del mundanal ruído y del tonterismo ambiental del mundo del arte y la crítica, se refugia en su pueblecito natal, en una casita encantadora de la campiña francesa, y descubre los placeres de la vida rural a través de sus charlas intrascendentes con un lugareño sencillo, simpático y locuaz. 


La cosa podría molar si no fuera porque:


1. El jardinero sencillo y locuaz es un gañancillo superpiñazo que todos los días le larga unos rollos de espanto al pintor sobre su señora, sus hijas, sus yernos, la panadera, el electricista, el otro y el de la moto. Podría funcionar si el individuo en cuestión fuera un tipo interesante, un filósofo popular, un gurú de la sabiduría rural. Una especie de “Chanquete” a la francesa. Pero tratándose de este personaje tan interesante como una ameba lo que más llama la atención es que el pintor no lo mande al carajo y se busque un jardinero mudo.


2. La evolución artística del pintor, supuestamente motivada por esta peculiar relación con su jardinero, es chusca a más no poder. Básicamente consiste en un abandono radical de la pintura abstracta para abrazar entusiasmado la figurativa. El tipo necesita irse al campo y entablar unas cuantas charletas con un tío de pueblo para darse cuenta de que pintar las cosas como son en lugar de hacer manchurrones en un lienzo es más guay porque la gente sencilla y poco culta lo entiende mucho mejor. Vamos, una revelación que tienen los niños de cinco años a este señor le cuesta toda una vida.


Lo mejor: el paisaje de la campiña francesa y la casita. Una pasada.


Lo peor: Daniel Auteuil en un papel que no se cree ni él.

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