La comedia argentina nos ha regalado a lo largo de la historia unas cuantas joyas memorables. Los argentinos son gente graciosa, eso es indiscutible, no hay más que recordar la mítica “Esperando la carroza” con aquella maravillosa e inolvidable China Zorrilla que “quitaba el sentío”.
En esta película tenemos a un personaje muy parecido, la madre del protagonista, interpretada por Adriana Aizemberg, que para mí ha sido un gran hallazgo. En cambio el chico en cuestión, a pesar de que ganó en su día el Oso de Plata en Berlín... Pssss, ni fu ni fa, ni chicha ni limoná. Los momentos más divertidos y jugosos y los diálogos más chispeantes sin duda corren a cargo de la tremendísima Aizemberg, que se come a todos los demás con patatas. Sólo por ella la película merece la pena.
El resto, muy poco interesante. La historia empieza con gancho, presentando a los peculiares personajes que pueblan la galería en la que trabaja el personaje principal, y la cosa promete, pero luego se queda en eso, en mera promesa, transcurre sin pena ni gloria, y a ratos incluso se hace pesada y plomiza.
Si no fuera por Adriana probablemente no hubiera terminado de verla, porque hubo un momento en el que me desenganché por completo de la historia. Pero sólo por verla a ella turboverborrear a la porteña a velocidad de vértigo me quedé hasta el final. Y no me arrepentí porque en el desenlace sí que la Aizemberg se explaya. Totalmente descacharrante.
En esta película tenemos a un personaje muy parecido, la madre del protagonista, interpretada por Adriana Aizemberg, que para mí ha sido un gran hallazgo. En cambio el chico en cuestión, a pesar de que ganó en su día el Oso de Plata en Berlín... Pssss, ni fu ni fa, ni chicha ni limoná. Los momentos más divertidos y jugosos y los diálogos más chispeantes sin duda corren a cargo de la tremendísima Aizemberg, que se come a todos los demás con patatas. Sólo por ella la película merece la pena.
El resto, muy poco interesante. La historia empieza con gancho, presentando a los peculiares personajes que pueblan la galería en la que trabaja el personaje principal, y la cosa promete, pero luego se queda en eso, en mera promesa, transcurre sin pena ni gloria, y a ratos incluso se hace pesada y plomiza.
Si no fuera por Adriana probablemente no hubiera terminado de verla, porque hubo un momento en el que me desenganché por completo de la historia. Pero sólo por verla a ella turboverborrear a la porteña a velocidad de vértigo me quedé hasta el final. Y no me arrepentí porque en el desenlace sí que la Aizemberg se explaya. Totalmente descacharrante.
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